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"SUPERLITIO" !Escuche Sultana: Manual Psicodélico del Ritmo Vol. 1.


Por primera vez en la historia un grupo nuestro lanza, en exclusiva, su disco físico con un medio colombiano. Y, claro, no podía ser ningún otro que Shock. Señoras y señores, para ustedes, Sultana: Manual Psicodélico del Ritmo Vol. 1. un homenaje sonoro a una ciudad real y ficcional donde el ritmo es también un viaje cósmico. Bienvenidos a bordo. Escuchelo completo desde ya en Shock.com.co.
Quien estas líneas teclea, psicoadicto lector, nació en la Ciudad de Santiago de Cali, a.k.a. la Sultana del Valle, el seis de julio de un año de gracia, de 1959. Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, se graduaría como bachiller, con medalla de antigüedad, en el Colegio San Juan Berchmans de los Jesuitas, mientras corría 1976, década empalagada de música disco y delgada salsa sin dolor. Por esa misma época comenzaban a nacer los miembros de una banda de rock colombiana con nombre de elemento químico y número atómico tres, conocida hoy por hoy, en un nuevo milenio que no se parece a nada, bajo la superlativa chapa de Superlitio.
Para los pocos que no lo sepan, Cali ha sido universalizada como “la capital mundial de la salsa” y quienes nacimos con el fulgor de otros tempos paralelos nos sentimos como extraños en nuestra propia casa si nos da por decir que antes de que Dios fuera Dios existían los Rolling Stones. Pero así es la vida. Toda regla tiene sus excepciones y el planeta se ha encargado de dar muchas vueltas como para que sus habitantes se den cuenta de que no todo lo que se dice es cierto o, quizás, de que cuando se lleva la contraria también es posible reinventarse el mundo.
Pero apaguemos, por algunos minutos, los humos de la divagación. Quiero decir que los miembros de Superlitio estaban naciendo cuando yo, quien esto escribe, ya estaba saliendo del horror escolar. Algo de ello sentí al ir a visitarlos, en una tarde lluviosa de los últimos días de julio de 2011, en su glorioso estudio de Santafé de Bogotá, en los extramuros de Chapigay, zona de pomposos moteles y de fosforescencias de neón. Acabo de cumplir 52 años y no sé si los Superlitio hayan golpeado en el cuarto piso. Eso no importa. Porque yo (sí, escribamos, sin vergüenzas, en primera persona) sé lo que son, lo que han sido, las brechas generacionales. En Caliwood, cuando el escritor Andrés Caicedo se suicidó, en 1977, yo tenía 18 años. Carlos Mayolo, uno de mis mejores cómplices, tenía 32 años. Luis Ospina, por su parte, tenía 28. Y los miembros mayores del ejército de Superlitio apenas estaban naciendo. Otros, ni siquiera pensaban hacerlo. Eso no ha sido motivo como para que sus perversas conciencias no los hayan conducido, más tarde que temprano, a encontrarse con unas raíces que los caleños, a veces, no sepamos encontrar en el laberinto de nuestros pasados. “Caleño que no sepa nadar ni bailar no es caleño”, decía Plumitas, uno de nuestros historiadores fundamentalistas, en el documental titulado Cali, cálido, calidoscopio del citado Mayolo. Yo no sé si los miembros de Superlitio dominen el estilo mariposa o sean expertos en la caída de la hoja. Lo que sí sé es que su sonido, ese ‘cálido sound’ que ya los identifica en cualquier parte, se parece, de manera muy profunda, a una ciudad de Cali sin fronteras, sin rayones en el negativo ni chauvinismos de tercera clase.
Y ahora me encuentro con la sorpresa: el nuevo álbum de la banda se llamará, se llama, Sultana: Manual Psicodélico del Ritmo Vol. 1. Ese nombre, que parece extraído de los baúles empolvados de la Orquesta Filarmónica de Chapinero, huele a Cali por todas partes pero a contracorriente, sin concesiones a la galería ni agüita para mi gente. Es una especie de recuperación patafísica de nuestra ciudad, donde uno recuerda a Los Monstruos y al chontaduro, a ¡Qué viva la música! y a don Luis Buñuel, a El auto fantástico y al boogaloo, a la lulada y a La Ermita, a la explosión del Restaurante Los Turcos y a Carne de tu carne, a Perro come perro y al Charco del Burro, a Twitter y a Tweety González, al Verde Plateada y al Blanco y Negro, al Teatro San Fernando y al Cerro de Cristo Rey, a mi pasado y a mi presente, a Cali, cálido, calidoscopio y a Calidosound.
La sultana del swing
Conocí a los Superlitio en una de mis tantas reencarnaciones, cuando trabajé en la ya mítica emisora 99.1 de la Radiodifusora Nacional de Colombia, hoy conocida bajo el sobrenombre de Radiónica. Corrían otros milenios. Eran los tiempos gloriosos de sus primeros discos Marciana (1997) y El sonido mostaza (1999), los tiempos de temas como Super Hassan y Canto de guerra. Me encantaba que existiera un grupo como los Superlitio y los brincaba con mucho cariño, sin videarlos, sin darles la espalda ni pedir un saludo. Yo sabía que ellos estaban por ahí, que tarde o temprano nos íbamos a cruzar por cualquier esquina. Cuando salió su tercer disco, Tripping Tropicana (2003), un trabajo visionario producido por el argentino Tweety González, quise saltarles directamente a la yugular, pero un viaje me atrasó mis deseos. En el estreno de Perro come perro (2008), película para la cual compusieron el tema principal, homónimo, que apareció a su vez en su último trabajo, Calidosound (2009), los olfateé en la distancia, llevando el ritmo con la cabeza gacha, sin que me atreviera a acercármeles. Finalmente, llegó el momento, hoy, cuando las paralelas se juntan. He pedido permiso para entrar a Loop Live, el estudio donde graban sus canciones, ese lugar, ya legendario, donde se materializaron las imágenes de Sesiones 10.10 (2010), el Dvd dirigido por Fernando López, en el que por primera vez vemos a la banda al desnudo, tocando sin prisa frente a las cámaras.
Al llegar nos saludamos como viejos amigos, entonces qué, viejo Sandro, todo bien viejo Pipe, viejo Pete, viejo Alejo, viejo Dino, salud, viejo Armandito. Sin perder mucho tiempo, nos instalamos en el estudio y nos ponemos a conversar, a lo que vinimos, como si la cita ya nos la hubiéramos puesto desde 1976, mientras yo cantaba “vibra el cántico marcial / que entonamos al colegio / donde está nuestro ideal…” y ellos apenas lanzaban sus primeros acordes a la placenta del mundo. Ellos son caleños, caleñísimos, instalados todos (menos Pipe) en Bogotá, como yo, por razones de superviviencia. Los miembros de la banda tienen una seriedad que asusta, una urgencia por ir más allá de los acontecimientos inmediatos, así que, en este caso, se trataba de cerrar los ojos y concentrarnos en la primicia: sentarnos a oír nueve de los once cortes que componen el nuevo álbum de la banda. Cielos, en ese momento me di cuenta de lo importante que era todo este asunto, me acomodé en el sofá, porque el fotógrafo Rafael Piñeros (a quien ya conocía, coincidencias de la música, por las sesiones de imagen del nuevo álbum de Chucho Merchán), Rafa, digo, daba vueltas y vueltas apuntándonos con su objetivo de fotografías secretísimas.
Entonces arrancamos. En la página web del grupo se anuncia que el primer corte del disco se llamará, se llama, Bienvenidos a Sultana. “Esa vendrá más adelante”, me advirtieron. Yo pensé en decirles que en Cali decimos siempre “la Sultana” y no “Sultana”, sin artículo, pero el tema se me volvió in articulo mortis, porque la música me lanzó disparado a los confines de nuestro mundo. Arrancamos con la dos, Pa’ bailar, como si se tratase de un asunto de Johnny Pacheco o de Ray Barreto. Cuando menos lo pienso, estoy en el territorio de Pete Rodríguez, en el boogaloo de los sesenta, en la fiesta cerebral de la síncopa, mezclada con los rayones, los loops y los sampleos. Es una canción que nos remite, sin querer queriendo, a la legendaria hazaña de los pinchadiscos caleños, quienes ponían en 45 revoluciones los discos de 33 para que el baile fuese más frenético. El asunto, como lo sabe el lector aguzado, se inmortaliza en la segunda parte de la citadísima novela ¡Qué viva la música!. Les pregunto entonces a los Superlitio por Caicedo y me aseguran que ahora Andrés se lee mucho más que antes, que los angelitos empantanados son asunto del nuevo milenio. No pregunto más. Aplaudo el primer tema. Con la cabeza caliente, me preparo para Sexo con amor, que se desenvuelve muy bien, muy pulcro, como su título. A mi lado, Dino, con pelos de otra galaxia, me hace comentarios sobre el sonido, sobre “esa cosa vintage, mucho más análoga…”, me sopla al oído las referencias televisivas que se cuelan por allí, ese estrato ochentero que tanto se presta para las citas que excitan. Y seguimos…
Litio en las arterias caleñas
“Esta es la cortavenas”, me anuncian, mientras el verbo se hace carne. Sí, la canción se parece a nuestros primeros padres, Los Galos o, mejor, a los pastelazos verdes de mi perdida adolescencia. El disco ya no promete: “cumple”, me digo, y ya me quiero quedar a vivir aquí, en medio de los clics de Piñeros y de la colección de guitarras dormidas que me rodea. Acto seguido se vienen con Balas de sonido, quizás el tema más pesado de la tarde, el más contundente, el que más me llena. Es en este momento cuando siento que todo se cuela, que todo está construido. Superlitio, hijo natural de Cali Rock, gestado en un ya lejano kitsch que no se parece a nada, se inventó en una licuadora donde cupo de todo, donde Blur se apareaba con Illya Kuryaki, The Cure daba saltos mortales con el rock mexicano de los años noventa y, claro, allí se forja una banda, no hay necesidad de haber pasado por un conservatorio ni de haber sido capaces de trazar sin regla las líneas de un pentagrama. Los felicito, muchachos, déjenme abrazarlos, pero no, viejo Sandro, esto no se ha terminado, sentate, hacenos el favor, en la contraportada vas a leer que dizque Verde plateada, pero esa nos la saltamos a propósito, porque tenés que comprar el disco; en su lugar te tenemos, todo sabrosito, mi brother, para vos, rumbero, esto que se llama Champetrónica. Nada que agregar, muchachos, sobrados. Todo parece indicar que me van a hacer romper mi dieta de cinco años sin probar bocado alcohólico. Pero no, me contengo, me contengo porque el tema que sigue se llama, para consolidar el contubernio generacional, Viaje al corazón de la lulada cósmica. Allí llegamos al máximo, no me adelanto, abren la puerta, las chicas de los cuartos de al lado rompen el hielo y nos preguntan si vamos a aportar algo para ‘la tarde de mojitos’. Yo, de inmediato, pienso que voy a ser testigo de una fiesta tipo la del ya clásico video de Que vo hacer, sencillo del Trippin’. Entusiasmado, aporto una larga sonrisa y me preparo para lo mejor. Pero no, maestro. Todavía falta, me dicen. El tema que sigue se llama Santiago D.C., y yo les digo que el título me gusta, que así estamos todos los caleños rolos, entre el pánico bogotano y el desamparo valluno, no me queda más remedio que aplaudir, pero me deben dos temas, muchachos, ¿qué fue de Cali, Chipichape y Saturno? Esa te la quedamos debiendo, viejo Sandro, porque ha llegado la hora de beber. Del deber al beber no hay sino un paso. Pero antes, señores y señoras, antes terminamos con el remix de Champetrónica, featuring Obie P, como para que comencemos el viernes, viernes otra vez, sube la música y, entre gritos, podemos hablar. La noche comienza.
Antes de que cerremos filas, Pete me comenta que Superlitio fue pensada como una banda viajera, siempre con las maletas listas para salir a lugares insospechados, donde no los estuvieran esperando. Pero poco a poco los esperan en más sitios, porque Superlitio es una banda de redes sociales, de combos interestelares, del ciberespacio interior. Aunque ellos piensan en el renacimiento del disco, de las portadas, del objeto que complementa el sonido. Porque ya pasó la fiebre del iPod y la gente tiene ganas de pegarse buenos viajes pasados al pasado. Por eso Tripping Tropicana se ha convertido en un álbum de culto y la gente paga hasta cien dólares por un ejemplar. “Afortunadamente somos de una generación que dio el salto del MP3”, me dicen. “Porque nosotros oímos London Calling como un álbum y no como una colección de canciones aisladas”, me confiesa Dino. Me siento entonces en la máquina del tiempo, cuenta regresiva, “el impulso digital va a regresar a lo análogo, a la grabación en cinta”, me grita Alejo. “En mi casa me bombardearon con James Taylor y yo lo odiaba, pero ahora uno termina aceptando esas vainas viejas”, me confiesa Pete, mientras seguimos el ritmo con los pies, con nuestras cabezas.
Sí. El viaje al pasado ya comienza. Pero Sultana: Manual Psicodélico del Ritmo Vol. 1 nos invita a un trip mucho más profundo que nace en las entrañas de Caliwood y se proyecta hacia un mañana mucho más cálido y gozoso, lleno de hallazgos y de nuevos mojitos. Lo siento, estimados lectores. Llegaron los mojitos. Súbanle, por favor, el volumen a la música. Les aseguro que el viaje de Sultana vale más que la pena. Yo, por mi parte, les doy mil excusas. Me espera una recaída. Supersalud.

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